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El campanero

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Este pueblo apesta. Apesta a abandono y a miedo. Espero acabar rápido mi trabajo.
El sacerdote del pueblo me contó la historia por la cual estoy aquí. Es un tipo majo. Su barba blanca deja entrever los años que lleva a sus espaldas, pero no deja de llevarlos con una ancha sonrisa. Aunque esa sonrisa se borra cuando habla del campanero.
Sí, el campanero. No suena muy terrorífico, cierto. A mí tampoco me lo termina de parecer. Pero por el terror que había en los ojos de ese hombre, tendré cuidado.
Por lo visto todo se remonta a hace un par de décadas, cuando el pueblo aún era un lugar alegre y habitado. El sacerdote gozaba de sus primeros años en la zona, acababan de destinarle a este lugar para que diera aquí las misas. Y había un joven con el que compartía gran parte de su tiempo, muy vitalista y lleno de energía: el campanero.
El chico tenía a su vez muchos amigos, y entre ellos había una muchacha de la cual empezó a ser muy amigo. El padre de esta muchacha era el cacique local, un hombre sin demasiados escrúpulos que alimentaba su fortuna con el sudor de muchos de los campesinos. Y el padre no se enteró de la relación entre los jóvenes hasta que un día la chica volvió a casa llorando. Aunque no quería decir nada, su progenitor, tras un par de golpes moralizadores, la obligó a sollozar lo que le había pasado. El campanero y ella habían discutido. Se habían gritado y él la había insultado.
El chico solía tomarse con ilusión su labor, y el repicar de las campanas se escuchaba a la perfección en todo el municipio. Tiraba con fuerza de la cuerda que hacía sonar la campana. Pero un día sonó mucho más flojo su tirón. No parecía tener tantas ganas de hacer sonar la campana. Se le vio triste y cariacontecido.
Al día siguiente la campana no sonó. El mismo cura tuvo que subir al campanario para hacerla sonar. Y al día siguiente, el chico tampoco apareció para hacerla sonar.
Emprendieron una insistente búsqueda, y finalmente lo encontraron. Al menos en parte.
Su abrigo estaba tirado junto a la escalera del campanario, con lo que subieron a ver si encontraban algún rastro suyo por la zona. Y lo que encontraron fue su cabeza, que estaba atada al badajo de la campana.
Todos los habitantes del pueblo se estremecieron ante la brutal noticia. ¿Quién podía haber sido tan animal de matar al pobre chico? Y sobre todo, ¿quién buscaría atormentarle tras su muerte con aquello a lo que se dedicó en vida?
No tuvieron respuesta a su pregunta, pero pocos días después hubo una muerte que volvió a conmocionar al poblado.
Cuatro noches más tarde, en la casa del cacique se escucharon varias campanillas tintinear. El sonido despertó a la hija del rico. Las volvió a escuchar e intentó ver de dónde venía el sonido para averiguar cual era la fuente. Al momento escuchó también un grito. Era su madre. Corrió hacia el dormitorio de sus padres, donde su madre chillaba y las campanillas sonaban. Cuando llegó, encontró la razón de la histeria de su madre: su padre yacía muerto en la cama. Degollado.
Nada se supo del asesino. Se culpó a la madre, pero quedó exenta porque no había ningún objeto con el que ejecutar el crimen en la habitación. Nadie pudo averiguar qué pasó aquella noche.
Pero desde aquella noche, nadie se ha atrevido a volver a tocar la campana de la iglesia. Subió un joven, al que habían elegido para sustituir al campanero. Pero huyó rodando escaleras abajo, gritando que había un fantasma. Sollozaba que había visto una calavera flotante con un abrigo negro, y que varias pequeñas campanas repicaban a su alrededor.
Historia de una tragedia
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